Según cuentan las crónicas de la antigua Santa Fe, el 9 de mayo de 1636 manó agua de un cuadro que colgaba de la pared del templo de los jesuitas. De inmediato comenzaron a correr los rumores de aquel hecho misterioso que acontecía en un día seco y sin nubes. Al llamado de la campana, acudieron al lugar algunos vecinos, quienes se sumaron a los que salían de la misa de la mañana. El cuadro, llamado “Ntra Señora de la Limpia Concepción ”, había sido pintado al óleo dos años atrás por un francés, el Hermano jesuita Luis Berger, quien residía por un tiempo en la ciudad. Lo sucedido fue tomado como una señal de esperanza en un pequeño poblado castigado por la inundación y la miseria. Por idea del rector del colegio, se registró con todos los detalles en actas notariales eclesiástica y civil. A la imagen de Berger se la conoce, desde el momento del sudor y debido a una serie de curaciones que se le atribuyeron, como “Nuestra Señora de los Milagros”.
IGLESIA DE LOS MILAGROS
Pasados casi tres siglos, el Padre Francisco Javier Simó quiso conmemorar el milagroso acontecimiento. En 1918 encargó, por cuenta de la Congregación Mariana , la r
ealización de un lienzo al pintor Juan Cingolani (1859 – 1932). El artista presentó para su aprobación un boceto pequeño, que hoy se exhibe en el salón principal del
Museo Histórico del colegio de la Inmaculada Concepción. Para pintar el cuadro, se ajustó a los datos relatados en las actas de aquel día y memorias posteriores,
como las de un testigo, el Padre Francisco Jarque, cura rector de la imperial Villa de Potosí, de paso en Santa Fe camino a Madrid.
Cingolani utilizó los recursos propios de su formación académica en Europa para dar a la escena apariencia de realidad: el empleo de óleo sobre tela, el claroscuro,
la perspectiva y la descripción detallada de la arquitectura. Respondiendo al impulso romántico de desmesura y expresión de sentimientos, eligió el momento más dramático,
elaborando una escena de casi cuarenta personajes con características individuales, en la que se reúnen simbólicamente todos los sectores sociales de la ciudad colonial.
Ubicó a los personajes de mayor jerarquía cercanos al centro: subido al altar para verificar el portento, se puede observar al sacerdote Hernando Arias de Mansilla,
cura vicario y juez eclesiástico, la más alta autoridad religiosa local; a su lado, otros dos sacerdotes, el rector del colegio padre Pedro de Helgueta, primer testigo
del milagro, y Jarque, el cura viajero. Aprovechando que no se tenía datos sobre los rasgos fisonómicos de Jarque, el mismo Padre Simó, quien encargara la tela, le solicitó
a Cingolani que lo retratara en su lugar, con el propósito de sentirse más cerca de la Virgen. Es evidente la semejanza del personaje con las fotos que se conservan del ocasional modelo.
También se encuentra, de capa roja, la autoridad civil más importante, el Teniente de Gobernador y Justicia Mayor don Alonso Fernández Montiel. Varios militares, uno
tocando el hombro de Montiel, otro sosteniendo un casco. Se trata de algunos de los que constan en las actas como presentes, como el capitán don Bernabé de Garay, el
maestre de campo don Cristóbal de Sanabria, y los capitanes don Gonzalo de Luna, don Juan de Osuna y don Juan de Quevedo Vazconcelos. La figura de barba y capa negra
probablemente represente al general don Juan de Garay, hijo del fundador de la ciudad, un personaje importante, sin duda, y de edad avanzada. Figuran también, alejados
del centro, otros españoles, hombres y mujeres, cuya identidad no podemos individualizar.
Se agregan a la escena mulatos y criollos, como el hombre de poncho y, apoyado en él, un niño rubio probablemente integrante de la familia a la que servía. Aparecen además
un esclavo africano y una mujer indígena, sentada en el suelo con un niño. De este modo, integró en una misma experiencia religiosa a todos los grupos étnico-culturales que
convivían en el espacio de la ciudad ocupando diferentes estratos sociales. Detrás de estos personajes, de evidente caracterización, varios jóvenes levantan sus brazos hacia
la Virgen , mientras un niño hace repicar la campana, desde lo alto de una escalera. Sobre el piso del templo, hay un paño y una piel, objetos utilizados para arrodillarse,
ya que en las iglesias había unos pocos reclinatorios y ningún banco. Resulta curiosa la ubicación del punto desde el cual el pintor construyó la escena, como si estuviera
presente en ese espacio. Si nos preguntamos sobre la presencia del escribano del rey, muy importante en la significación de la obra, podemos suponer que don Juan López de
Mendoza da fe del acto también desde el lugar del artista y por lo tanto del observador del cuadro.
La mirada de una dama ubicada a la izquierda y la del vicario, desde arriba del altar, se dirigen directamente hacia nosotros confirmando la existencia del extraño hecho
y permitiéndonos participar como testigos del episodio. Las catas testimoniales en las que esta pintura se inspiró, fueron redactadas destacando los “hechos” captados por
los sentidos, y toda situación que pudiera confirmar la certeza de los acontecimientos. “El sudor milagroso” es una obra en la que predomina una actitud racional, que
representa la identidad jesuítica. Si bien es una escena de construcción ideal, no hay elementos de fantasía que acentúen expresivamente que se trata de un hecho maravilloso,
todo parece ocurrir con gran sobriedad. Hay en ella una coherencia con el espíritu de la compañía de Jesús, fundad en los tiempos de afirmación del proceso de la modernidad,
y que se propuso no ser ajena a lo que consideraba legítimo del humanismo moderno, comprometiéndose con la ciencia positiva y el rigor de la investigación.
Por otro lado, posee un valor simbólico, ya que reafirma la presencia jesuítica en Santa Fe. Establecida en la ciudad desde 1609, la Orden participó del traslado a su actual
emplazamiento. Tras su expulsión en América en 1767, y habiendo pasado casi un siglo, los jesuitas regresan a Santa Fe reavivando la devoción a la Virgen y el recuerdo de aquel milagro.
Por la fidelidad a los detalles conocidos y la importancia de su tamaño, esta obra tiene un sentido testimonial y didáctico. Ha cumplido con el propósito para el que fue concebida:
la necesidad espiritual jesuítica de mantener vivas la memoria y la fe. Giovanni Cingolani (1859 – 1932)
Nació el 22 de enero de 1859 en San Egidio, Comuna de Monte Casiano, en Macerata, Italia. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Perugia. Fue restaurador en la pinacoteca del
Vaticano, trabajo en el cual adquirió conocimientos y procedimientos artísticos desarrollados en el “Quattrocento”. Hizo pintura de caballete y frescos, pintando retratos, paisajes
y temas religiosos. Llegó a Santa Fe en 1909, donde realizó importantes trabajos en los templos de Santo Domingo, de San Francisco, de Ntra. Señora de Guadalupe y Ntra. Señora del
Carmen. Falleció en Santa Fe el 23 de abril de 1932.